Cuando Pep Guardiola decidió que Ronaldinho y Deco no podían seguir un día más acudiendo a las instalaciones del Barcelona, un miembro de la entonces junta directiva presidida por Joan Laporta se preguntó: «Ni uno ni otro son la mejor influencia para Messi. ¿Pero ahora quién se va a ocupar de él?».
El argentino acababa de cumplir 21 años y sus silencios ya inquietaban. En el club ya le habían visto desesperarse la noche en la que el Barça de Rijkaard ganó la Champions de París y Messi, que no jugó aquel partido, rechazó salir en la foto. La depuración de sus primeros mentores no solo no le condicionó, sino que le permitió liberar su liderazgo futbolístico. Con los años encontró apoyos clave en la caseta como el ex portero José Manuel Pinto -quien exprimió su carrera como azulgrana-, el brasileño Dani Alves, viejos amigos de La Masia como Gerard Piqué o Cesc Fàbregas, o futbolistas a los que siempre agradeció la ayuda prestada en su ascenso y permanencia en el estrellato, como Xavi, Iniesta o Sergio Busquets. Jordi Alba, quizá su mejor intérprete en el último lustro, también acabó formando parte de su grupo de confianza. Aunque ninguno de ellos alcanzó nunca el estatus de Luis Suárez, gran muleta emocional de Messi de la que el Barcelona ha decidido desprenderse.
Primero fue el mate. Después, la vida. El acercamiento de sus familias, de costumbres reposadas y paralelas. Las vacaciones. Las horas preparando asados en sus mansiones contiguas de Castelldefels. Las mañanas en la puerta del colegio y las horas perdidas entre chascarrillos de carretera, compartiendo coche en tantas idas y venidas. Bajo el manto de Pepe Costa, el gran protector del argentino en el club, nadie en el club se había atrevido hasta ahora a cercenar la alianza de Messi con Luis Suárez, inquebrantable durante las últimas seis temporadas.